Extraído del libro "Las venas abiertas de América Latina", de Eduardo Galeano (1971).
LAS TRECE COLONIAS DEL NORTE Y LA IMPORTANCIA
DE NO NACER IMPORTANTE
La apropiación privada de la
tierra siempre se anticipó, en América Latina, a su cultivo útil. Los rasgos
más retrógrados del sistema de tenencia actualmente vigente no provienen de las
crisis, sino que han nacido durante los períodos de mayor prosperidad; a la
inversa, los períodos de depresión económica han apaciguado la voracidad de los
latifundistas por la conquista de nuevas extensiones. En Brasil, por ejemplo,
la decadencia del azúcar y la virtual desaparición del oro y los diamantes
hicieron posible, entre 1820 y 1850, una legislación que aseguraba la propiedad
de la tierra a quien la ocupara y la hiciera producir. En 1850 el ascenso del
café como nuevo «producto rey» determinó la sanción de la Ley de Tierras, cocinada según
el paladar de los políticos y los militares del régimen oligárquico, para negar
la propiedad de la tierra a quienes la trabajaban, a medida que se iban
abriendo, hacia el sur y hacia el oeste, los gigantescos espacios interiores
del país. Esta ley «fue reforzada y ratificada desde entonces por una
copiosísima legislación, que establecía compra como única forma de acceso a la
tierra y creaba un sistema notarial de registro que haría casi impracticable
que un labrador pudiera legalizar su posesión…»
La legislación norteamericana de
la misma época se propuso el objetivo opuesto, para promover colonización
interna de los Estados Unidos. Crujían las carretas de los pioneros que iban
extendiendo frontera, a costa de las matanzas de los indígenas, hacia las
tierras vírgenes del oeste: la
Ley Lincoln de 1862, el Homested Act, aseguraba a cada
familia la propiedad de lotes de 65 hectáreas.
Cada beneficiario se comprometía
a cultivar su parcela por un período no menor de cinco años1. El dominio
público se colonizó con rapidez asombrosa; la población aumentaba y se
propagaba como una enorme mancha de aceite sobre el mapa. La tierra accesible,
fértil y casi gratuita, atraía a los campesinos europeos, con un imán
irresistible: cruzaban el océano y también los Apalaches rumbo a las praderas
abiertas. Fueron granjeros libres, así, quienes ocuparon los nuevos territorios
del centro y del oeste. Mientras el país crecía en superficie y en población,
se creaban fuentes de trabajo agrícola y al mismo tiempo se generaba un mercado
interno con gran poder adquisitivo, la enorme masa de los granjeros
propietarios para sustentar la pujanza del desarrollo industrial.
En cambio, los trabajadores
rurales que, desde hace más de un siglo, han movilizado con ímpetu la frontera
interior de Brasil, no han sido ni son familias de campesinos libres en busca
de un trozo de tierra propia, como observa Ribeiro, sino braceros contratados
para servir a los latifundistas que previamente han tomado posesión de los
grandes espacios vacíos. Los desiertos interiores nunca fueron accesibles, como
no fuera de esta manera, a la población rural. En provecho ajeno, los obreros
han ido abriendo el país, a golpes de machete, a través de la selva. La colonización
resulta una simple extensión del área latifundista. Entre 1950 y 1960, 65 latifundios
brasileños absorbieron la cuarta parte de las nuevas tierras incorporadas a la
agricultura.
Estos dos opuestos sistemas de
colonización interior muestran una de las diferencias más importantes entre los
modelos de desarrollo de los Estados Unidos y de América Latina. ¿Por qué el norte
es rico y el sur pobre? El río Bravo señala mucho más que una frontera
geográfica. El hondo desequilibrio de nuestros días, que parece confirmar la
profecía de Hegel sobre la inevitable guerra entre una y otra América, ¿nació
de la expansión imperialista de los Estados Unidos o tiene raíces más antiguas?
En realidad, al norte y al sur se habían generado, ya en la matriz colonial,
sociedades muy poco parecidas y al servicio de fines que no eran los mismos3 despliegan
en vano la imaginación en el afán de encontrar identidades entre los procesos
históricos del norte y del sur. Los peregrinos del Mayflower no atravesaron el
mar para conquistar tesoros legendarios ni para explotar la mano de obra
indígena escasa en el norte, sino para establecerse con sus familias y reproducir,
en el Nuevo Mundo, el sistema de vida y de trabajo que practicaban en Europa.
No eran soldados de fortuna, sino pioneros; no venían a conquistar, sino a colonizar:
fundaron «colonias de poblamiento». Es cierto que el proceso posterior desarrolló,
al sur de la bahía de Delaware, una economía de plantaciones esclavistas
semejante a la que surgió en América Latina, pero con la diferencia de que en
Estados Unidos el centro de gravedad estuvo desde el principio radicado en las
granjas y los talleres de Nueva Inglaterra, de donde saldrían los ejércitos vencedores
de la Guerra
de Secesión en el siglo XIX. Los colonos de Nueva Inglaterra, núcleo original
de la civilización norteamericana, no actuaron nunca como agentes coloniales de
la acumulación capitalista europea; desde el principio, vivieron al servicio de
su propio desarrollo y del desarrollo de su tierra nueva. Las trece colonias
del norte sirvieron de desembocadura al ejército de campesinos y artesanos europeos que el desarrollo
metropolitano iba lanzando fuera del mercado de trabajo. Trabajadores libres formaron
la base de aquella nueva sociedad de este lado del mar.
España y Portugal contaron, en
cambio, con una gran abundancia de mano de obra servil en América Latina. A la
esclavitud de los indígenas sucedió el trasplante en masa de los esclavos
africanos. A lo largo de los siglos, hubo siempre una legión enorme de
campesinos desocupados disponibles para ser trasladados a los centros de
producción: las zonas florecientes coexistieron siempre con las decadentes, al ritmo
de los auges y las caídas de las exportaciones de metales preciosos o azúcar, y
las zonas de decadencia surtían de mano de obra a las zonas florecientes. Esta estructura
persiste hasta nuestros días, y también en la actualidad implica un bajo nivel
de salarios, por la presión que los desocupados ejercen sobre el mercado de trabajo,
y frustra el crecimiento del mercado interno de consumo. Pero además, a diferencia
de los puritanos del norte, las clases dominantes de la sociedad colonial latinoamericana
no se orientaron jamás al desarrollo económico interno. Sus beneficios
provenían de fuera; estaban más vinculados al mercado extranjero que a la
propia comarca. Terratenientes y mineros y mercaderes habían nacido para cumplir
esa función: abastecer a Europa de oro, plata y alimentos. Los caminos trasladaban
la carga en un solo sentido: hacia el puerto y los mercados de ultramar. Ésta
es también la clave que explica la expansión de los Estados Unidos como unidad
nacional y la fractura de América Latina: nuestros centros de producción no estaban
conectados entre sí, sino que formaban un abanico con el vértice muy lejos.
Las trece colonias del norte tuvieron, bien pudiera decirse, la dicha
de la desgracia. Su experiencia histórica mostró la tremenda importancia de no
nacer importante. Porque al norte de América no había oro ni había plata, ni
civilizaciones indígenas con densas concentraciones de población ya organizada
para el trabajo, ni suelos tropicales de fertilidad fabulosa en la franja
costera que los peregrinos ingleses colonizaron. La naturaleza se había
mostrado avara, y también la historia: faltaban los metales y la mano de obra esclava
para arrancar los metales del vientre de la tierra. Fue una suerte. Por lo demás,
desde Maryland hasta Nueva Escocia, pasando por Nueva Inglaterra, las colonias
del norte producían, en virtud del clima y por las características de los suelos,
exactamente lo mismo que la agricultura británica, es decir, que no ofrecían a
la metrópoli, como advierte Bagú1, una producción complementaria.
Muy distinta era la situación de
las Antillas y de las colonias ibéricas de tierra firme. De las tierras
tropicales brotaban el azúcar, el tabaco, el algodón, el añil, la trementina;
una pequeña isla del Caribe resultaba más importante para Inglaterra, desde el
punto de vista económico, que las trece colonias matrices de los Estados Unidos.
Estas circunstancias explican el
ascenso y la consolidación de los Estados Unidos, como un sistema
económicamente autónomo, que no drenaba hacia fuera la riqueza generada en su
seno. Eran muy flojos los lazos que ataban la colonia a la metrópoli; en
Barbados o Jamaica, en cambio, sólo se reinvertían los capitales indispensables
para reponer los esclavos a medida que se iban gastando. No fueron factores
raciales, como se ve, los que decidieron el desarrollo de unos y el subdesarrollo
de otros: las islas británicas de las Antillas no tenían nada de españolas ni
de portuguesas. La verdad es que la insignificancia económica de las trece
colonias permitió la temprana diversificación de sus exportaciones y alumbró el
impetuoso desarrollo de las manufacturas. La industrialización norteamericana
contó, desde antes de la independencia, con estímulos y protecciones oficiales.
Inglaterra se mostraba tolerante, al mismo tiempo que prohibía estrictamente
que sus islas antillanas fabricaran siquiera un alfiler.
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